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DAVID del BOSQUE > GEOMETRÍAS AMBIENTALES.
Por Javier Hernando Carrasco. Catálogo DdB de Galería Evelio Gayubo, 2005 Aunque la realidad se rija, tras su aparente complejidad, por un sistema de orden, con frecuencia sentimos ante aquélla una cierta desazón, porque quisiéramos percibirla con una mayor sensación de completud que casi siempre se nos niega. Reducir su representación a la geometría es sin duda un buen método de calmar aquella desazón, pues al fin y al cabo como señalara insistentemente Paul Cézanne la geometría forma la arquitectura de los seres y las cosas; la geometría organiza su estructura y también, en sentido general, la de la realidad. De manera que concentrarse en la geometría puede ser un modo de aprehender la realidad, de captarla racionalmente. Hace ahora un siglo que Wilhem Worringer explicó la razón de las representaciones plásticas abstractas y geométricas de los pueblos primitivos como la manifestación de su inquietud interior ante los fenómenos de un mundo circundante que no podían explicar; una especie de agorafobia espiritual que calmaban con aquellas representaciones. La evolución racionalista de la humanidad habría permitido liberarse de aquella angustia y por tanto del fetiche abstracto-geométrico sustituyéndolo por los modelos naturales; por ejemplo en el arte griego. Naturalmente la enorme presencia de la geometría en el arte contemporáneo nada tiene que ver con la explicación worringeriana, aunque no hay duda de que trabajar con la geometría implica creación de estados de orden; implícitos antídotos contra la confusión de lo real. El trabajo de David del Bosque está siempre regido por la geometría. Sus propuestas suelen tener un sentido tridimensional; a veces se trata de formas volumétricas convencionales: un cubo, por ejemplo, pero frecuentemente adoptan un carácter bidimensional, es decir, pictórico, aunque los efectos visuales continúen siendo tridimensionales. En este sentido sus obras cuestionan la adscripción inequívoca de cada objeto artístico a una categoría disciplinaria específica, tanto desde el punto de vista formal cuanto conceptual. Porque lo que realmente caracteriza las obras de este artista es su preocupación por crear efectos espaciales, unas veces interviniendo directamente sobre el ámbito real, otras potenciando los juegos ópticos mediante la utilización de superficies especulares. Cuando trabaja con volúmenes exentos que naturalmente coloca directamente sobre el suelo, no hace sino continuar lo que a estas alturas bien puede considerarse tradición minimalista, es decir, piezas elaboradas mediante el ensamblaje de unidades apropiadas desplegadas sobre la superficie. Por ejemplo en Engaño, sucesión de siete pequeñas planchas de pizarra superpuestas recubiertas de esmalte dorado. La reducida magnitud de esta obra la convierte en una interferencia espacial menuda que, sin embargo, gracias a su recubrimiento resalta, brilla, reclama y logra un protagonismo al mismo tiempo que genera expectativas semánticas que finalmente se frustran, como señala el título de la obra. En Conservación a presión un contenedor largo y estrecho que produce el efecto de una línea de gran consistencia trazada sobre el piso acoge en su interior una batería de pletinas de hierro situadas de perfil que en realidad no hacen sino reforzar el sentido lineal de la estructura que las acoge; la mayor altura de las líneas metálicas así como su tonalidad oscura hace que resalten sobre la madera clara, dispuesta en un plano inferior. En Acople un cubo vacío de sólidas aristas metálicas es ocupado por una masa amarillenta. Es, de nuevo, una presencia rotunda en el espacio; una masa que reclama atención desde la modestia de su volumen. Pequeños hitos dispersos en la superficie que se muestran como segmentos de conjuntos más extensos: el cubo ampliaría sus lados hasta invadir el ámbito espacial que lo acoge, las estructuras lineales avanzarían por ambos lados, proyectándose sin límites más allá del mismo recinto. Y el espectador que circula entre estos obstáculos se integra en su universo desde su naturaleza diferente. Pero sin duda donde David del Bosque viene centrando sus esfuerzos continuados es en el marco de la inmersión virtual en el espacio. Lo hace mediante el uso de superficies especulares que situadas en el suelo: Efecto, o en el muro: Inadvertido, Campo interior o Unión no definida, proyectan el espacio real más allá de la superficie plástica; verdaderos contenedores que capturan y duplican el “paisaje” donde se sitúan. En el primer caso remite a la tradición povera. Recordemos 32 metri quadrati di mare circa (1967) de Pino Pascali, revisado más tarde por artistas como Adrian Schiess, quien despliega a unos centímetros del suelo largas superficies pictóricas, alterando la visión habitual de la pintura y sobre todo convirtiéndola en objeto que modifica el sentido del espacio. La de David del Bosque se reduce a una sola estructura cuadrada que refleja, como si tratase del la boca de un pozo, el exterior y a quienes se aproximan al mismo. Cuando la superficie se sitúa sobre la pared adquiere la condición estricta de espejo, como en Michelangelo Pistoletto. Pero si los espejos del artista italiano se nos presentan vacíos, casi siempre acentuando los marcos, o bien ofrecen en alguna parte sus parte figuras humanas incisas con las que el espectador se mezcla y por tanto se integra en la superficie, en los de David del Bosque surge una composición geométrica que interfiere de lleno el reflejo externo. Se trataría por tanto de una hibridación, también en la doble conjunción de referencias: el arte cinético y el antiobjeto pistolettiano. La definición de estructuras geométricas concebidas bajo fórmulas matemáticas de repetición, permutación o progresión de un elemento modular fue característico del arte normativo de los cincuenta y sesenta; algunos artistas españoles como Jordi Pericot a menudo utilizaron acero inoxidable como soporte, propiciando un discreto efecto especular que en otros, como Eduardo Sanz, se hacía mucho más evidente al sustituirlo por espejo. Las geometrías de David del Bosque son casi siempre compactas: un cuadrado desmembrado en seis subcuadrados, en veinticinco triángulos, o que contiene en su interior un rombo que a su vez está fragmentado en subrombos… El nítido contraste entre el color amarillento de las formas geométricas y la prístina brillantez del fondo produce un efecto de suspensión de las primeras, al mismo tiempo que se convierte en un obstáculo para la captación de la realidad, el otro lado del espejo. De manera que por una parte la superficie, al reproducir el contracampo concluye, redondea, cierra la caja espacial; una operación que en términos arquitectónicos llevaron a cabo Helio Piñón y Albert Viaplana en su intervención en el patio de la Casa de Caritat, en Barcelona (1990-1993), una de cuyas alas se hallaba perdida y que ellos convirtieron en un gran muro especular sobre el que se reflejan los tres lados existentes. Pero el protagonismo de la geometría en las superficies de David del Bosque remite a aquella implícita necesidad de articular un orden al que me refería al principio. Las estructuras cinéticas cumplen dicho papel, si bien su inserción en un plano más amplio las convierte en interferencias visuales. Son pantallas que dividen dos universos: el de la realidad y el de la representación, el existencial y el plástico; unas pantallas que el espejo representa por sí mismo, pero que de este modo queda enfatizado. Al artista le interesa por encima de todo establecer dicha relación dialéctica, le interesa plasmar el pálpito espacial. El lienzo especular se ha convertido en un gran ojo que mecánicamente registra lo real. Por eso las estructuras geométricas que se interponen son por encima de todo geometrías ambientales.