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DAVID del BOSQUE > LA VENTANA CUADRO: INVERSIONES, METÁFORAS Y PARADOJAS.
Por Javier Rubio Nomblot. Catálogo DdB de Galería Evelio Gayubo, 2005. “Dices que, cuando miras por una ventana, a veces ves el cristal y a veces el paisaje que hay más allá de ella. Como sabes, hay un paisaje en el cristal que es tan real como el de fuera. Stan Brakhage hizo una película maravillosa sobre el mundo que aparece al mirar un cristal cortado a través de un microscopio. Lo que parece un cristal traslúcido alberga un mundo de paisajes de ensueño llenos de colores vivos. Lo que en realidad tenemos es la forma en que miramos las cosas y la calidad de nuestra visión. La visión avanza impulsada por el juego de la imaginación”. Tanto tomadas en su sentido literal como en el figurado son sugerentes estas palabras de Kevin Power, dedicadas a otro urdidor de superficies reflectantes (a la sazón, el pintor José Gallego): entre las dos imágenes que efectivamente vemos en los cuadros del artista cántabro y en los de David del Bosque –la forma pintada por una parte y la del espectador y su entorno, que se refleja en su pulida superficie, por otra- ha de haber siempre una tercera, más sutil y oculta, que ciertamente revela algunos de sus atributos al ser examinada “al microscopio” (instrumento este que sin duda permite una mejora sustancial de “la calidad de nuestra visión”) pero que, esencialmente (volvamos a la metáfora), es construida por el espectador mientras este es forzado (porque la pintura sugiere, incita, enseña) a participar en el misterioso “juego de la imaginación”. El soporte, estamos diciendo, es siempre imagen sutil, no simple objeto. Pero ¿es esto del todo cierto (o son imaginaciones)? Aunque no nos hable directamente de “la tela” (la forma grosera y material que toma el plano sacrosanto) todo “cuadro”, aun sin pintar, es de por sí un objeto resonante que porta la pesada carga de su historia y revela algo de su problemática existencia en el presente: tales “paisajes de ensueño” se encuentran pues en toda obra artística. Ahora bien: igualmente podemos asegurar que se hallan en todo cuanto vemos; en el cristal de una ventana y en todos los demás objetos del mundo. Señalemos pues en primer lugar que tal tercera imagen –y evidentemente, la segunda- es característica de obras como las de David del Bosque y no se manifiesta con tanta rotundidad (o tan voluntariamente) en la mayor parte de las pinturas que habitualmente vemos. “La pintura figurativa quizás escamotea el soporte en la representación, aunque el cuadro siga designando la tela, convirtiéndose en ventana abierta sobre lo representado”, dice Mikel Dufrenne. Y añade: “pero cuando la pintura orienta la atención hacia el representante, al que confiere el poder de expresar, la tela ya no es solamente un soporte, sino un elemento del cuadro; en lugar del cuadro que está en la tela, la tela está en el cuadro y, al expresarse, el cuadro despliega su mundo sin que tenga que perforar la tela”. Cierto en teoría, ya lo sabemos; pero, en la práctica, ¿no es más bien la materia pictórica la que habitualmente se erige en “representante”, y raramente el propio soporte, al menos de forma explícita? Aun cuando no obviemos elocuentes experiencias como las de los Support-Surface de Pleynet (y Trama) en los 70, ni olvidemos los piquages de Fontana, por ejemplo, no podremos negar que, de forma bastante paradójica, en el siglo del cuadro objeto el soporte siguió siendo esencialmente un territorio neutral para la pintura (y la mayoría de los ismos pictóricos nacieron y siguen desarrollándose al abrigo de las técnicas tradicionales), mientras que para los escultores y, por supuesto, para los artistas más decididamente “conceptuales”, los problemas relativos al soporte y al contexto son, desde hace décadas, sencillamente capitales (tanto que a menudo es este el único argumento de unas obras por completo ajenas a la poesía y a la sustancia de lo no deshumanizado). De nuevo, Dufrenne: “Ahora podemos comprender la sorprendente fortuna del cuadro de caballete. Es con ella que se vive la presencia más intensa, para producir un visible glorioso y expresivo, que se realiza la mayor proximidad del cuerpo que trabaja con lo trabajado. La tela, ante todo: esta superficie plana apenas es un objeto; no tiene espesor, la densidad, la rugosidad de la cosa”. Ahora bien, hay que decir que en este sentido David del Bosque no constituye ninguna excepción: tanto un análisis detenido de su obra como el conocimiento de su proceso creativo, de su dibujo y de sus proyectos muestran sin lugar a dudas que este artista no puede dejar de ser considerado como un escultor; siempre y cuando se acepte que tales distinciones aún tienen hoy algún sentido. El propio artista ha recordado que “uno de los mayores errores de nuestra cultura es la división de nuestro propio mundo único y global en clasificaciones rígidas (Boetti)” y, por eso, quiere “desarrollar un arte global y metafórico; una forma de conseguir esto es crear por medio de la instalación, permitiendo una mezcla de artes, tanto tradicionales como tecnológicas de nueva aparición. Como dice Eugeni Bonet la instalación es, por excelencia, el arte de la metáfora. Constituye una escena, un decorado, una escenografía que quiere ser habitada y vagabundeada por el espectador”. No obstante, sean cuales sean sus teorías del arte o sus proyectos aún no realizados –por ejemplo, Cámara (2004), una habitación con espejos y fotografías de paisajes reflejados en un lago oscuro-, lo cierto es que la obra que le caracteriza en estos momentos son estos cuadros reflectantes con motivos geométricos; y cuando ocasionalmente se despegan éstos de la pared, puede ser simplemente para mostrar su envés (como sucedía en la instalación pictórica que realizó en la Fundación Cristóbal Gabarrón el pasado año, colocando los cuadros en los amplios ventanales del hall), o para captar una imagen distinta del propio espectador o del espacio circundante o, más sencillamente aún, porque la mayoría de estas obras híbridas se adapta con facilidad a cualquier entorno: cobra sentido sobre una pared, un techo o un suelo, pero su transparencia, su intangibilidad e incluso su elasticidad le permiten también independizarse de cualquier plano y explorar la siguiente dimensión. Dejemos pues para un futuro las instalaciones y, sobre todo, los soberbios trabajos con la luz que planea David del Bosque y quedémonos –a sabiendas de que no es más que un instrumento, una muleta- con el binomio pintura/escultura. No es poco; para comprobar cómo ni la esencia de lo pictórico ni la de lo escultórico se dejan aprehender con facilidad podemos tratar de contestar ingenuamente a la siguiente pregunta ingenua: puesto que todo cuanto existe tiene espesor salvo la imagen, ¿no se convertiría un poco en “escultor” todo pintor que hiciera visible el soporte? (¡e incluso la pintura!). Sí y no, porque la escultura es soporte en sí y al mismo tiempo carece de él –y más aún, permítanme la boutade, tras el asesinato del plinto- ya que toda ella es objeto. Mas esto mismo también ha sido negado: existen la escultura desmaterializada y la transmutada en imagen, incluso virtual... Dejémoslo en que acaso hoy ya no sea posible plantear ninguna pregunta ingenua; de ahí que la de David del Bosque, como toda obra de arte actual, sea fatalmente inmune a la inocencia y demande –o más bien, plantee- otras preguntas: ¿existe realmente un soporte en estos cuadros, o se hallan estos fuera de él, como flotando entre dos aguas, manifestándose como proyección, reflejo o eco, como sustancia evanescente e intangible? Y, en ese caso, ¿no “escamotea el soporte” el artista, no posee su escultura esos mismos atributos que, como señalaba Dufrenne, distinguirían nada menos que al cuadro-ventana, a la “pintura figurativa”? Sin duda el soporte es visible y esencial pero, a la vez, “no está”; y por su parte, la imagen pintada no es autosuficiente (como lo quiere a menudo la pintura), no flota en el vacío sino que es cinética, se inscribe en un espacio ficticio que nos contiene y a cuya constante fluctuación contribuimos. Metáfora sobre metáfora, pero ¿desde dónde exactamente? Por más que David del Bosque se interrogue sobre la naturaleza íntima e histórica de lo pictórico, que el problema de la disolución de los límites entre prácticas artísticas aparezca planteado de forma inteligente y eficaz, y que tanto los materiales industriales con los que trabaja como las rígidas geometrías que pinta evoquen la frialdad de lo mecánico, los cimientos de su obra resultan ser esencialmente poéticos (última y definitiva paradoja). Carlos Cuenllas ha señalado que estas superficies de acero se relacionan con los procesos o lugares “en los que es necesaria una desinfección absoluta: quirófanos, centros de envasado de alimentos, cocinas, etc..” y que esta apelación a la “pureza y limpieza” ha de ser relacionada con la idea de “lo Bello”. Es tan cierto como que los atributos de lo bello –y de lo sublime- suelen ser fácilmente moldeables: la reiteración (que observamos en los módulos geométricos de del Bosque) o el propio laberinto (que el espejo crea cuando atrapa la arquitectura de la sala) remitirían a lo sublime; y esa bella plancha de acero también porta en su seno el germen del drama, porque en el quirófano la ciencia lucha cuerpo a cuerpo con la muerte y porque si todo proceso industrial es un desafío, hoy podemos percibirlo como una amenaza... Pero ¿qué hay de lo pintado? Si Pistoletto desmaterializa la pintura favoreciendo la incorporación del espectador al mundo que muestra el espejo (y para ello, como es sabido, coloca sobre él imágenes de personas corrientes a tamaño natural), podríamos decir que David del Bosque hace todo lo contrario: sus cuadrados son de por sí una referencia al cuadro y sus módulos geométricos, rigurosamente planos a diferencia de los trompe-l’oeil de Pistoletto, actúan a modo de barrera, no se diluyen sino que afirman su presencia, que es la de la pintura. El propio artista ha señalado que “no creo del todo a Beuys cuando dice que a partir del momento en que se nos mete en la cabeza comprar un lienzo y un bastidor comienza el error; para mí esto es demasiado radical, porque también quiero seguir mis instintos, aunque sea controlándolos”. Y, de hecho, los primeros experimentos geométricos de David del Bosque tenían un fuerte sabor suprematista: su “instinto” le conduce hasta la génesis de la pintura actual; y, aunque la obra ha evolucionado –diríamos que hacia un ascetismo minimalista con un imperceptible perfume Pop-, sigue dependiendo del análisis objetivo de ciertos impulsos básicos, como lo quería la abstracción en sus orígenes: Superposición, Integración, Doble fondo, Unión... Estos títulos aluden tanto a fenómenos puramente plásticos como a sensaciones y sentimientos (y quiere la utopía kandinskiana que los primeros despierten a los segundos), porque en esta obra lo humano pervive y late, lo mismo que lo pictórico, precisamente en la pintura, no en su soporte; y así, lo pictórico se hace signo, se humaniza y se descubre para permanecer, inmóvil, suspendido, intangible; y nos ve pasar. Y nos vemos pasar.